La unión en el dolor

Creo que el dolor jamás puede entenderse desde lo intelectual. Podemos buscar la raíz, las causas, el porqué y el para qué del dolor. Como humanos supongo que necesitamos añadir un valor «lógico» a todo lo que nos pasa. A lo que pasa en el mundo. Para darnos cierto tipo de paz, o fuerza para seguir con nuestro día a día sencillo, rutinario y lleno de otras muchas situaciones y personas que están a nuestro alrededor y que lo siguen haciendo valioso. Pero por mucho que nos empeñemos, lo que nos duele, ahí está: doliendo. Y, aunque la muerte y la enfermedad sean «ley de vida», las guerras por culpa del poder, los asesinatos y violaciones por locura, los suicidios por trastornos y la violencia por odio… jamás, por mucho que nos expliquen los libros, la experiencia o la historia de la humanidad y de la evolución biológica, jamás llega a completar los últimos puntos suspensivos de nuestro relato.

Debiéramos llorar a cada muerto, y rescatar las plañideras de Antonio Machado. No olvidarnos del verdadero sufrimiento que asola nuestros días, el que vive cada persona. Con cada una que nos cruzamos existe un dolor real, una fuente de sollozo, de preocupación, de alteración emocional que pervive de manera muy profunda en cada corazón y que sin darnos cuenta, se transforma en una red de cicatrices invisibles a los ojos de los demás. Ser sensibles al dolor ajeno es nuestra mayor responsabilidad, nuestro mayor valor, y nuestro más preciado don. Somos seres frágiles, de barro, y muchos días nos sentimos más como plastilina que de cristal (aunque no sé que es peor). Y aunque tenemos esa capacidad también inconcebible y milagrosa de rehacernos, de levantarnos, de adaptarnos a nuestro entorno y de sobrevivir, no es menos cierto que hay una corriente cada vez más natural, de ocultar (nos) las heridas que conforman nuestra esencia y esconderlas bajo un caparazón de hierro para mostrarnos todo menos humanos.

Queremos más humanidad, pedimos más empatía como el que pide un vaso de agua en la puerta de un bar. Pero cómo adolecemos de no darnos auto-empatía. De no reconocernos que en nuestro interior, somos de papel, y que no pasa nada. Cuanto más humanos nos sintamos más capacidad tendremos de hacernos sensibles con el dolor ajeno. De unirnos a esa persona que lo está viviendo. Es en el dolor y desde el corazón cuando nos unimos a los demás; sin querer entender ni darle una explicación, un diagnóstico, o un titular. Eso puede llegar a posteriori. Quizá en este frenética vida de dolor acumulado, nos olvidamos del anterior con una facilidad tan cruel como despiadada. Y necesitamos que los medios nos recuerden que las guerras siguen, que la investigación continúan, que el hambre sigue destrozando la humanidad y que la pobreza nos rodea. Sin embargo, a veces y con tanto altavoz del dolor nos olvidamos de la tragedia de ayer, y también de la que pueda estar viviendo aquel que se sienta a nuestro lado en el autobús, comparte atasco, cruza el semáforo, nos vende la barra de pan, o te informa de las ultimas ventas a través de zoom.

La distracción del dolor también nos ayuda a huir de nuestra realidad, en sí misma dolorosa. «Que paren el mundo que yo me bajo», como decía Mafalda. Sí, quién no desea esto muchos días. Pero toca seguir afrontando y sobre todo CUIDANDO nuestra fragilidad. Sin postureos, y con autenticidad completa. Esa que es la que nos conecta realmente con nosotros mismos y con el otro. Esa que se aleja de lo intelectual, la misma que tambien nos permite alegrarnos, agradecer la presencia del amor y de celebrar las cosas pequeñas. O las grandes, que son las pequeñas vistas con la lupa del corazón.

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